Tuesday, April 24, 2007

 

¿Quieres casarte con mi primo?

Me lo encuentro en el metro haciéndose el graciosete con una señora. Como sonrío y nos bajamos en la misma parada, empieza a hablar conmigo. Va tan impecablemente vestido que parece hasta un poco psicópata con esa bufanda marrón y los zapatos extra pulidos.

Dice que es traductor, kosovar y poeta. Hay que joderse. Yo le digo que acabo de llegar y que todavía no me he puesto a buscar trabajo ni casa. Estoy en un hotel en Bayswater desde hace dos días por una equivocación al reservar la habitación en la residencia de estudiantes. Había llegado a las doce de la noche con aquella maleta inmensa y encontré aquella habitación individual por noventa libras a la semana. Así que tenía hasta el próximo sábado ese cuchitril que incluía un lavabo goteante, un armario con unas conservas coreanas caducadas, la cama y desayuno continental a las nueve de la mañana.

El kosovar me dice que unos amigos suyos tienen una cafetería en Holborn, al lado de la universidad. Y que seguramente necesiten a alguien. Me da la dirección. Bueno.

Turisteo un rato por la ruta de Jack y cojo el metro de nuevo. El tipo que está sentado frente a mí empieza a mirarme fijamente y me pregunta en castellano si soy española. Joder, ¿tanto se me nota? Debe resultar obvio porque se parte de risa.

Tiene un puesto de zumos orgánicos en el Spitalfields Market, el domingo necesita a alguien. Pero el trabajo es duro, me dice mirando mi cara de lánguida. Apunta su teléfono en mi libreta antes de bajarse del metro. Se llama Abraham.

Al día siguiente me paso por la cafetería de Holborn y me sueltan directamente a trabajar. Ah, sí, la amiga de Jakup, dice el jefe.

Dos horas más tarde llega él, con la misma bufanda en otro color. Me pregunta que qué tal y me da un libro de poemas que ha escrito.

- Coño, no entiendo nada, ¿esto es kosovar?

- Es igual, es para que lo tengas.

- La última página está rota.

- Sí, no sé qué ha pasado. Es que no me quedaba ningún otro.

Me doy perfecta cuenta de que es precisamente la página perteneciente a su biografía la que está rota, justo para que no se lea el año de su nacimiento. Es más viejo de lo que me ha dicho. Se pone bufandas marrones y grises, me miente y rompe estudiadamente la página de su libro. Menudo gilipollas.

Es jueves. Empiezo a pensar que no me puedo quedar en ese hotel toda la vida y compro el periódico “Loot” en busca de compañeros de piso, como la pringada que soy. Hablo con una japonesa por teléfono, me dice que me pase a ver la casa esa misma tarde.

Bajo del metro y no tengo ni puta idea de cómo llegar a esa calle. Es tan pequeña que ni aparece en mi callejero. Me cruzo con un chico rubio y le pregunto si sabe hacia dónde queda.

No lo sabe, pero saca de su mochila un mapa de verdad. Nos quedamos parados en la acera y, justo cuando logramos localizar la calle, se nos suma un negro de sesenta años. El mapa dice que Linkway Road está a nuestras espaldas, el negro jura y perjura que lleva viviendo toda su vida en el barrio y que “¡Linkway está para ese otro lado!”, señalando en la dirección contraria. Se enfada mucho cuando le mostramos la obviedad en el callejero y se larga echando pestes. El rubio y yo nos miramos divertidos.

Dice que, si quiero, me acompaña hasta la casa. Por el camino me cuenta que es neozelandés, está de prácticas en un periódico local que se encuentra por esa zona y acaba de salir del trabajo. Se llama Hamish.

Al llegar, nos recibe la japonesa Makiko. Me enseña el cuarto y al bajar las escaleras le pregunta al neozelandés, que se ha sentado en el sofá junto al casero, si es mi novio.

- No, acabamos de conocernos.

Todos ríen y empiezo a darme cuenta que desde que estoy aquí sólo hablo con gente que me encuentro por la calle o en el metro. Le doy el dinero al casero, vendré con mi maleta el sábado.

Hamish y yo nos vamos a la estación. Él vive en Chelsea, yo me vuelvo al hotel.

Viernes. Estoy en la cafetería y llega Jakup con una jodida rosa para mí. Dice que me tiene que contar algo. Me temo lo peor, claro. Pero siempre se puede ir más allá.

Cuando el local se vacía de clientes, empieza a hablar con un tono de seriedad que no había empleado antes. Introduce la situación actual de Kosovo: la guerra, ya sabes, el hambre, la devastación, you know.

No entiendo a dónde quiere llegar. Él, dice, ha tenido suerte, ha podido salir de allí pero mucha gente se ha quedado atrás. Mi primo de diecinueve años, alto, listo, guapo - dice- es un ejemplo.

- Ya hicimos lo mismo con mi otro primo y una francesa. Fue muy fácil y, claro, te pagaríamos… seis mil libras.

Sigo sin entender de qué coño me está hablando, de veras que no tengo ni idea. Necesito varios minutos más para comprender lo que está ocurriendo.

- Espera, ¿tú quieres que me case con tu primo para que pueda salir de su país? ¿es eso?

Era eso. Joder con la Unión Europea. Le digo que me lo pensaré pero que yo esas cosas no las hago por dinero ni tampoco gratis.

El friegaplatos, que no habla ni una palabra de inglés, me hace un gesto desde la cocina. Zarandea la rosa del kosovar que pretendidamente me había dejado olvidada. Vuelvo atrás y le doy las gracias por recordármelo. Pobre viejo. Me sonríe y no sabe que no volveré mañana. El jefe me acaba de pagar los dos días trabajados y he tomado la firme determinación de desaparecer.

Camino un rato con la rosa en la mano pero me siento ridícula. Miro a los lados y dejo que el plástico transparente que la recubre se deslice entre mis dedos hasta que cae toda ella al suelo.

Próximo capítulo: Hamish se vuelve loco.






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