Thursday, December 07, 2006

 

El jardín

Al entrar en el jardín de Gérard, dos gansos nos asaltan. Me mordisquean las esquinas del abrigo mientras pienso en hacerme un paté con sus hígados.

Nos invita a sopa de tomate. Hay que comerla con cuchara de madera, por obligación.

- Aida se asustó con tus gansos, Gérard.

- Ja-ja. Para nada.

Sonrié y habla del Mayo del 68 y de Zapatero. Se lía un canuto con tabaco de Virginia. Nos enseña sus pinturas al fresco. Mañana se larga a innaugurar una galería en Londres.

Tiene cincuenta y tantos palos, aunque no lo parece. Todavía está follable, con sus largos rizos rubios y los ojos azules entre arrugas de sol ibizenco.

Me preguntó en qué momento de su vida decidió ser un hippie caduco, mientras llegaba a la conclusión de que William Blake tenía razón, que el paraíso estaba en la tierra. Supongo que este tipo de cosas se deben hacer sin pensar y nadie tiene la culpa.

Pero me muero por hablarle del odio, insuflarle de odio su jardín autárquico de berenjenas, tomates y maría.

Hablarle de Xavi, quien buscó a todos los que le llamaban gordo de mierda y le escupían a la salida del colegio, diez años más tarde, para hacerles una cara nueva.

De Rafa, que llegaba en bata y zapatillas a la disco de abajo de su casa con un ácido en el ojo derecho. No le lleves la contraria porque replicará, siempre: "yo fui viento".

Y con razón.

De Lucas, famoso por pinchar once culos en el Paralelo en una sola noche.

De la negritud de las sombras que se ciernen sobre el jardín, que alguna vez acabarán rodeándolo. Que debe darse cuenta.

Pero qué coño, abrirle los ojos a un hippie de más de medio siglo debe ser tarea de chinos. Damos una última calada y nos vamos, con los gansos blandiendo amenazas por sus bocas naranjas y Gérard saludando detrás del pequeño barco anclado en el prado.





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