Thursday, December 07, 2006

 

Los sueños del Capitán Colt II

Todo da vueltas. Es difícil explicar, para alguien que se ha pasado más de la mitad de su vida en el mar, acostumbrado al movimiento incesante de las mareas, la sensación de terror que habita en mi estómago y los pocos momentos de equilibrio que tengo en este suelo, que creía sólido y estable.
Bernardt, quien se ha pasado la noche golpeando mi puerta, primero de forma violenta y luego, más quedo, casi susurrante: “Colt, ábreme. Somos amigos, Colt”, decía, “la gente se está volviendo loca ahí afuera. Tienes que hacer algo”, seguía.
Pero no le contesté más que con el silencio y, aprovechando un momento de calma, tomé el libro que me acompaña. Casi con devoción, leía en voz alta, porque realmente creía que aquellas serían mis últimas palabras. Como siempre, me quedé dormido al despuntar el día.

Parece que va a llover.
Siento otra vez la arena sobre mis dedos, resbalando grano a grano. El sol se va ocultando en el desierto mientras camino. Las nubes se juntan a un ritmo vertiginoso.
Allá al fondo, veo un gran barco de madera anclado en mitad del desierto. Y a un tipo que parece que hablara solo. Cuando llego, subo, casi trepo por la escalera. Le pregunto si me dejaría pasar aquí la noche, pues parece que va a llover.
- Ja- ja- ja. No lo sabes tú bien, joven.
- ¿Por qué lo dice? Oiga, ¿por qué se ríe de ese modo?
- Por nada, cosas mías.
- ¿Y bien? No tengo sitio donde alojarme.
- Mira, te voy a decir la verdad. Aquí únicamente dejamos entrar a animales.
- ¿Por qué?
- A mí no me mires, yo sólo soy un mandado.
- Bueno… pues… la verdad… es que soy un animal.
- ¿Un animal? ¿Cuál?
- Uhmm, un kiwi.
Me mira con ojos suspicaces.
- Espera, lo voy a consultar.
Y se pierde en el interior del barco. Veo asomarse trompas por el otro extremo de la cubierta. Cuando vuelve, intento parecer simpático.
- Vaya lío tenéis aquí, ¿no?
- Oye, payasete, no tenemos ningún “kiwi” en la lista.
- Lo habrás mirado mal. No es con “q”, es con “k”.
- Espérate un segundo. Y ni se te ocurra entrar.
- Joder, Noé, qué gilipollas eres.
- ¿Qué has dicho? ¿Cómo sabes mi nombre?
- Cosas de kiwis.
- Espera aquí. Ahora vuelvo.
Empieza a llover fuerte. Las gotas me calan los andrajosos vestidos y comienzo a tiritar. El tipo se acerca a mí. No parece muy contento.
- Llegas tarde, listillo. Ya tenemos el cupo de kiwis completo. Y ni qué decir tiene que no se parecen un pelo a ti.
No he tenido suerte. Quizás habría sido mejor decirle la verdad, aunque no parecía un hombre muy misericordioso. Grita “¡Levad anclas!” y me quedo con cara de idiota sobre la arena mojada. Intento rogarle, una vez más.
- ¡No puedes dejarme aquí! Además, ¡soy capitán! Necesitaréis un capitán. Joder, tío…
El cielo relampaguea y ya es demasiado tarde para suplicar. Los sollozos se escuchan en todo el desierto pero golpear la dura madera sólo te romperá las manos, y eso bien lo sabe Bernardt.
Abro la puerta, aún dormido, guiado por movimientos mecánicos. Me lo encuentro con las manos sangrantes y el rostro lloroso.
- Bern… Bernardt.





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