Sunday, February 11, 2007

 

El gatito más cariñoso

Paco quería un gatito. Viajaba mucho por el mundo, así que necesitaba un animal que le hiciese compañía pero que pudiese estar solo en casa en sus, a veces, largas ausencias.

Su amiga Mara le dijo que la vecina de sus padres había tenido una camada hacía poco tiempo, y que no podía cuidar de todos. Paco expresó su deseo de tener el más cariñoso de ellos. Estaba pasando por una mala época.

Días después, Paco y Mara comieron juntos. Ella traía noticias acerca del futuro gato: había uno que sin duda era el más cariñoso, el único problema era que, tal y como le había explicado la vecina a sus padres, éste era cojo de las dos piernas traseras.

Paco, que era una persona tremendamente sensible y, además, escultor, había comprado una pequeña tabla de madera a la que le estaba colocando unas diminutas ruedas que harían más fácil el desplazamiento del gato. No pensó, ni por un momento, en dejar a ese pobre animal a merced de las leyes darwinistas. No permitiría que el gato más cariñoso fuese sacrificado.

El siguiente fin de semana, Mara fue a recoger al gatito a casa de la vecina, aprovechando que tenía que acudir a una comida familiar en el pueblo de sus padres. Paco le había dado una jaula que compró el día antes en una tienda de animales, para que trajera el gato sano y salvo a la ciudad.

La vecina, una anciana muy amable, la recibió en la puerta. ¿Así que tú eres la pequeña Mara? Caramba, cómo has crecido. Voy a buscar al gato, ni siquiera le he puesto nombre todavía, ¿sabes? No me gusta ponerles nombres a los animales que se van de mi lado. Pobrecillos.

Mara asintió con una gran sonrisa. La vecina la hizo pasar al salón. Míralo, dijo la anciana, ahí está el pequeñín. Siempre se esconde tras la estufa cuando viene algún desconocido.

La señora anduvo los pasos que le quedaban hasta llegar a la estufa, detrás de la cual Mara pudo ver cómo el tímido gato, tembloroso, movía su colita peluda. Por fin la anciana llegó, con su pesado bastón de abedul, hasta donde se encontraba escondido el gatito y, con un rápido movimiento, lo sacó de detrás de la estufa. Mara pudo oír un crujir de huesos y un miau muy ahogado de dolor.

Comprendió que aquél había sido el procedimiento de la anciana cada vez que un desconocido llegaba a su casa. El gatito se acurrucaba por fin en la cesta, con las dos patitas traseras inertes, de camino a la ciudad.






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