Monday, February 19, 2007

 

La pieza

Hace escasas horas había comenzado la función que organiza la academia de música de mi hija. Mi hija tiene sólo diez años pero toca el piano desde los cinco. Yo, por motivos de trabajo, nunca había podido asistir a ninguna de esas funciones que celebran siempre en Navidades. Ya nada más entrar me di cuenta de la falta de civismo y de educación. Era algo bochornoso. Ahí estaban todos los papás Spielberg, sabe, ésos que graban con la cámara y que necesitan recordar a base de fotogramas los, entre comillas, remarcables momentos de sus vidas. Había uno de pie a mi lado, siempre le daba a la tecla rewind para comprobar que había grabado todo correctamente. Durante los descansos teníamos que escuchar el eco de las notas y los aplausos a través del altavoz de su cámara.

Bueno, mi hija iba a tocar una pieza. Estaba tocándola, sabe, una pieza muy difícil. Pero allí estaba, concentrada en mover sus pequeños deditos cuando esas dos gallinas empezaron a cacarear. No se vaya a pensar que estaban susurrando, no. Estaban murmurando entre ellas detrás de mí, justo en el mismo tono en el que yo le estoy hablando ahora. Me pareció excesivo pero me giré educadamente y me puse el dedo en los labios para indicarles que debían guardar el necesario silencio. Bueno, ni cortas ni perezosas esas dos mujeres siguieron hablando como si tal cosa. Bueno, era algo inaudito.

Mire, no es que yo quisiera lo mismo para los anteriores niños que, bueno, sí, habían tocado la guitarra algunos, con la ayuda del profesor. Otros cantaban, bueno, no es que fuera el coro de los ángeles, me entiende. Mi hija era la primera de la función que de veras estaba haciéndolo bien. Y a pesar de los murmullos de las gallinas cluecas.

En ese momento mi mujer me tocó el muslo derecho, pidiéndome algo de calma, porque sabe cuánto me enferman este tipo de situaciones. De todas formas, me giré de nuevo y les pregunté si podían guardar silencio. Muy educadamente, de nuevo. Y entonces la más joven de las dos, debía tener poco más de treinta, y lo digo para que comprenda qué clase de persona horrible ha de ser, con su juventud y llena de un vulgar odio hacia sabe Dios qué cosa, me espeta: para lo que hay que oír.

En ese momento sólo esperaba, por su propio bien, que mi hija no hubiese escuchado esas palabras mientras se afanaba con las teclas. Bueno, por qué tendría que conocer cualquier cosa que saliera de la mente de esa maldita desgraciada. Y perdone, pero desgraciada y llena de complejos, totalmente falta de sensibilidad. Pensé, pensé, quién será su semilla, porque cuando salga a tocar la zambomba un tal Jonnathan o una Vanesa voy a acordarme de toda su hortera progenie. Pero no, pensé luego, eso sólo sería ponerse a la altura. Qué culpa tienen los chiquillos.

Aguanté estoicamente durante toda la función. No aplaudí, recuerdo que ellas aplaudieron ¿a qué? ¿Tendrían alguna idea de lo que es la belleza? La belleza para ellas es carmín entre los dientes, cómo podrían siquiera mirar una rosa sin estirar la mano hacia alguna revista de cotilleos. Cómo podrían escuchar un concierto de música clásica si necesitan contarse algo de suma importancia que les ha confiado la portera esa mañana.

Vayamos a lo que realmente importa, bueno. El punto principal, bueno. Sí, de acuerdo, la fastidié. La fastidié. Pero si quiere saber la verdad, no me arrepiento de nada. Me pareció muy buena idea, no se trata de un arrebato o, como lo llaman los expertos, “locura transitoria”. Las vi hablando ya a la salida, como si tal cosa. Y si los obreros del auditorio no se hubieran dejado aquel martillo en ese justo lugar, nada habría sucedido. Nos habríamos ido los tres a casa. Mañana mi mujer y yo recordaríamos la experiencia, negaríamos con la cabeza, reprobando las actitudes de algunos seres humanos.

Pero el martillo estaba ahí, bueno. Y ésa es la verdad, si quiere saberla.






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