Thursday, December 07, 2006

 

Los sueños del Capitán Colt III

Bernardt estaba parado en la puerta, con los ojos llenos de lágrimas y un anzuelo clavado en su pezón izquierdo. Formaba, sin ser consciente de ello, un prólogo de la locura que se dibujaba tras él.

Lo aparté bruscamente, mientras el barco se sacudía de forma atroz, como venía haciendo desde la última semana. Es muy probable que aquel espectáculo de luces y fuego fuera la consecuencia de que ninguno de nosotros recordase ya la sensación del murmullo quedo de las olas. Y, si mis ojos se hubieran quedado suspendidos en dirección a las estrellas, quizás habría sido hermoso.

Sin embargo, miré al frente y lo vi. Vi a Hamilton, quien conservaba como único atuendo unos calzoncillos corroídos por la humedad del aire, apoyando sus rodillas sobre los hombros de John, muerto Dios sabe hacía cuanto.

Gritaba: ¡Una sirena! ¡He encontrado una sirena!

Le habían cortado las piernas a John a la altura del tronco, y una cola de pez espada era ahora su única extremidad inferior. Hamilton estaba intentando encajarla entre las tripas de John, como si su cuerpo fuera un puzzle de carne. Fue entonces cuando reparó en mí. Sentí el odio que destilaban sus ojos mientras él comenzaba a andar, dejando a John, mutilado en el suelo de la cubierta.

- ¡Traidor a babor! Encerrado en tu puto camarote, ¿y te haces llamar capitán? ¡Traidor a babor!

Se encontraba sólo a dos pasos de mí con el cuchillo en la mano. El olor a pescado podrido me taladró la nariz. Deseé estar muerto, deseé que me matara de una vez.

Pero caí al suelo.

Colt en “Treinta monedas de plata”

Qué momento, andar por el páramo sin preocupaciones, yendo a ninguna parte, mientras siento el sol quemándome la cabeza. Pateo algunos guijarros y aparece en mi mente la ensoñación dentro del sueño: quiero quedarme para siempre en este lugar caluroso y seco.

Me encuentro con un tipo que intenta pasar una soga por encima de la rama de un árbol. Está sudando mucho. Le digo “hola”.

Oye, ¿me echas una mano?

Bueno.

Mira, necesito que amarres esta cuerda a lo alto del árbol. Yo no llego.

¿Para qué?

No creo que sea de tu incumbencia.

Vale. Me largo.

Oye, espera, espera. Está bien, te lo diré: me quiero ahorcar.

¿Por qué te quieres ahorcar?

Pues porque traicioné al Maestro.

¿Qué maestro?

Joder, el Maestro, el único Maestro que hay, Jesús.

Yo conozco a muchos maestros.

Mira, es igual. Dejemos el tema.

Como quieras.

Sí.

¿Y cómo le traicionaste?

Dándole un beso.

¡Dándole un beso! ¿Pero qué te pasa? ¿Eres maricón?

No, imbécil. El beso era la señal, ¿vale?

Si no pasa nada. Eres un poco mariquita, ya está.

Cállate y vuelve a lanzar la puñetera soga.

Oye…

¿Qué quieres, joder?

Quiero saber por qué traicionaste a Jesús.

Por treinta monedas de plata.

Menuda mierda.

Ya lo sé, por eso me voy a suicidar. Me siento sucio.

Bueno, la cuerda ya está amarrada.

Ahora necesito que me ayudes a subir al árbol.


Estoy pensando…

¿Qué?

Que deberías pagarme por este trabajito, ¿no?

Tú estás loco, tío.

Bueno, pues ahí te quedas.

Eh, espera. Espera, hombre, ¿cuánto quieres?

Treinta monedas de plata.

¡Pero serás cabrón! No pienso darte ese dinero.

Qué tonto eres, Judas. Pero mira que eres gilipollas. ¿De qué te va a servir ese dinero cuando ya estés muerto?

Tienes razón.

Te lo dije.

Toma, pero que sepas que es dinero manchado de sangre.

Vale, tomo nota.

Empiezo a caminar. Oigo a Judas mentar a toda mi santa estirpe, sentado encima del árbol.

- ¡No puedes dejarme aquí arriba! ¡Eh!

Juego con el saquito de las treinta monedas, lanzándolo de una mano a otra. Tiene esa musicalidad tintineante de la traición y la muerte.

Al despertar, la boca me sabe a sangre.







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