Thursday, December 07, 2006

 

Los sueños del Capitán Colt I

En 1986, un pequeño buque de la marina mercante fue atrapado por un remolino durante veinte días en algún remoto punto del Atlántico. La tripulación, al borde del hundimiento, se volvió loca. Su joven capitán, Colt, presa de vómitos y escalofríos, se encerró en su camarote a esperar la muerte. Solo, con una Biblia en las manos, dormía de día y deliraba de noche, haciendo caso omiso a sus subordinados, que golpeaban desesperados la puerta.
Éstos son sus sueños…

Colt, el chulo de Jerusalén.
Estoy en el desierto. María se lava el coño en la jofaina y me mira con los ojos lacrimosos, rogándome.
- No puedo trabajar hoy, Colt, mira cómo me lo has dejado. Además, he quedado con Jesús.
- Ese cabrón nunca paga, no quiero verte con él nunca más, ¿me oyes, guarra?
- Es un buen chico… pero yo te quiero a ti, Colt, ya lo sabes.
Dejo que se vaya, meneando el trasero como sólo María sabe hacerlo. Se me pasan las horas mirando el sol en las escalinatas de la plaza. Cuando empieza a descender, sé que ya es hora de cobrar lo mío y busco a mi puta por toda la ciudad. En el Sodoma Club no saben nada de ella, pero uno de sus clientes me señala una cruz lejana en el horizonte. Y, mientras lo hace, se ríe tapándose la boca que le dejé con apenas cuatro dientes porque el muy judío se quería escapar después de meterla. Gracias a Dios que lo pillé por el callejón, si no la buena de María se habría quedado aún en la cama, despatarrada e impasible. La buena de María, la gilipollas de María, qué coño estará haciendo.
La encuentro llorando como nunca jamás la había visto enfrente de ese maldito Jesús. Parece que al fin le han dado lo suyo al chaval. Está besándole los pies ensangrentados con una pasión que me va destrozando por dentro, sube por el estómago de forma animal y es entonces cuando comprendo la locura de la risa del judío.
- Vamos, levántate.
- No quiero. ¡Tú no lo entiendes!
Eso me dice. La rabia me da fuerzas y trepo por la cruz, miro a Jesús a los ojos y tiene las pupilas cristalizadas. Ha sufrido mucho pero no me importa. Saco mi navaja y le corto una oreja. Ahí me tenéis gritando, encima de una cruz, en medio del desierto: ¡Por ti, Manolete! ¡Por ti, Cocherito!
Bajo de un salto y miro a María, con las manos llenas de sangre celestial.
- Anda, vamos, que el denario es el denario, guapa.
Y, justo cuando le voy a romper la mejilla con el puño, los gritos tras la puerta me despiertan. Temo que las astillas me salpiquen en la cara, si es que alguna vez consiguen entrar.





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