Wednesday, February 07, 2007

 

Como si fueran pipas












Por la tarde habíamos comido tarta de chocolate en casa de su prima. Estaba completamente chiflada y vivía con un ebanista tan pasado de rosca como ella. De todas las paredes de las habitaciones colgaban cuadros de ángeles. Había por lo menos cincuenta. Algunos eran realmente antiguos. Me preguntaba si los habrían robado en una iglesia, aunque no tenían pinta de eso.

El tipo se quedó en el taller barnizando un baúl y nosotras tres nos fuimos a la playa. Su prima se quitó toda la ropa: tenía el coño totalmente rasurado. Recuerdo que me pareció extraño. Sin embargo, de sus axilas colgaba una buena mata de pelo de color cobrizo a cada lado. Me inquietó su confuso uso de la Gillete.

Después de cenar nos fuimos a casa de un amigo suyo. Había una especie de fiesta y bebimos algo que estaba hecho con jugo de limones. Yo tenía una bolsa de cartón llena de setas que iba comiendo como si fueran pipas. Aunque costaba mil demonios tragarlas.

Me había metido en el baño porque la cortina de la bañera tenía impresos peces de colores. Me senté en el suelo a verlos aletear hasta que picaron varias veces en la puerta. ¿Vienes a ver el acuario?

La sola idea de haberme perdido la fiesta local, que consistía en que unos caballos de raza pusieran una de sus patas sobre los visitantes amigos del folclore, me estaba jodiendo bastante. Allí estaba la acción, sin duda. Ahora se oía la música de una orquesta a lo lejos. Como adivinando lo que estaba pensando, ella me dijo que uno de los caballos casi mata a un tipo demasiado bebido hacía un par de años.

Se le metió en la cabeza que teníamos que coger el coche e irnos a Mahón. Al día siguiente le recordaría que yo le había dicho que no podía conducir porque toda la carretera estaba llena de controles. Lo había visto al venir. Pero, la verdad, no sé si lo dije o sólamente lo pensé.

Nos despedimos de casi todos. Al marcharnos, un tipo pateó una manta que estaba enrollada sobre el césped. “Estoy harto de este muerto, harto.” Me retorcía de la risa, hasta me tuve que sujetar el vientre para que no se me dispara el abdomen hacia adelante. Era cierto, la manta parecía una jodida momia plantada en el jardín. No entendía como no la había pateado yo primero.

Anduvimos varios kilómetros hasta llegar a su casa. Según ella, un atajo. En algunos caminos no había alumbrado y nos teníamos que guiar palpando los muros blancos de las casas. Por fin llegamos. Pero enfrente de su coche estaba el de su hermano. Tenía que despertarle. Yo estaba en la cocina mirando fijamente el grifo del fregadero mientras en el piso de arriba se oían risas nerviosas. Coño, estaba despertando a toda su familia.

En aquel momento sólo me preocupaba por mí y por el grifo que se movía lo suficiente como para pensar que todo esto era muy mala idea. Si alguno de ellos bajaba y me preguntaba cualquier cosa, estaba perdida. Intenté hacerme invisible, inaudible hasta que ella volvió a la cocina, descojonada.

Tuvimos que bajar al garaje y coger un Kadett con capas de polvo y motor ahogado. Íbamos dando tumbos hacia Mahón con Diana Ross en el radiocasette. Pasamos por el puerto y miramos los bares desde la carretera. Negamos con la cabeza: no era “el rollo”.

Salimos de la ciudad. Continuamos rotonda tras rotonda dentro del armatoste a lo que nos parecía una velocidad de la leche. Paramos de repente en medio de la carretera, pensando que el policía del arcén estaba haciendo un control de alcoholemia, hasta que nos dimos cuenta de que era un accidente.

Cuánto nos alegramos. Yo le dije: no pares, no pares. Le costó meter la marcha pero, cuando pasamos de largo el coche bocabajo, el bajón fue terrible. Dimos media vuelta, por fortuna, aún no nos habíamos alejado demasiado.

Al subir las escaleras de vuelta a las habitaciones nos mirábamos de reojo. Yo esperaba que ella no dijera nada. Empezó la frase y la corté antes de que acabara.

Por favor, vamos a dormir.






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